"A mi juicio, el destino de la especie humana será decidido por la circunstancia de si el desarrollo cultural logrará hacer frente a las perturbaciones de la vida colectiva emanadas de la pulsión de agresión y de auto destrucción. (...) Sólo nos queda esperar que la otra de ambas potencias celestes, el eterno Eros, despliegue sus fuerzas para vencer en la lucha con su no menos inmortal adversario. Mas, ¿quién podría augurar el desenlace final? Freud, Malestar en la Cultura
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20090420

SEMINARIO II, CLASE 6: LA MIRADA Y LA VOZ EN LUGAR DEL PETIT "a"


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Matisse: Lección de música

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CLASE DEL 29/11/05:

Las estaciones pulsionales
La tripa causal o la libra de carne
La emergencia del sujeto/deseo
El espejismo inherente al funcionamiento del ojo
La mirada voraz, ciega a la castración
La voz imperativa y el superyo.
La voz según Pascal Quignard

Vamos a trabajar hoy la pulsión escópica y la invocante, la mirada y la voz.
En el gráfico de la clase pasada se representaban las estaciones o zonas del recorrido pulsional, zonas de corte donde emerge el sujeto, donde emerge el deseo.
Por eso podemos hablar de un deseo oral, o de un sujeto oral, por ejemplo.
Nos estamos moviendo en el terreno de la pulsión, que es también el terreno de la demanda y del deseo. El adentro y el afuera, el moi y el otro, el sujeto y el gran Otro se conjugan de una manera en donde las torsiones y las rupturas no se pueden representar con las dimensiones del espacio euclidiano. Por ello recurrimos a esquemas topológicos.
Así tenemos que entender el recorrido circular de las estaciones pulsionales donde emerge el sujeto. Se trata de descartar cualquier lectura de estructura jerárquica o de maduración evolutiva.
Y la pregunta que tenemos que hacernos para ubicarnos en este terreno es acerca del deseo: ¿cómo surge el deseo? Nosotros sabemos que Lacan teoriza la causa del deseo colocándola en lo que el llama el objeto petit “a”. Como tal es el objeto que falta, un hueco, un vacío. La pregunta por el objeto causa del deseo nos remite a lo real.
Será gracias al fantasma que al “a” real se responderá con un “a” imaginaria; es la manera de intentar darle un semblante, una cobertura al deseo.
Y en relación a lo pulsional, lo que la pulsión va a intentar colocar en ese lugar del objeto cusa del deseo es una libra de carne, utilizando la expresión de Shakespeare; o, como lo llamará Lacan, la tripa causal, un fragmento, una esquirla del cuerpo.
Entonces, a la pregunta de como surge el deseo, la respuesta es: el deseo surge por algo que falta. El deseo es ese impulso a llenar algo que falta. ¿Y que es lo que falta?
Para el niño lo que falta tiene que ver con la madre prohibida. Así lo señala Freud, a partir del tránsito edípico y de la aceptación de la castración, la prohibición de la madre habilita la emergencia del deseo.
Lacan dirá que no es el objeto madre lo que falta sino el objeto puesto en el lugar del propio sujeto. Lo que falta es eso del sujeto que cae cuando se constituye. El resto que cae cuando el sujeto adviene, petit a, no se puede localizar.
Imaginemos un sujeto mítico en su encuentro inaugural con el significante puro, el S sin barrar en su encuentro con A sin barrar. En ese encuentro el sujeto se va a constituir a partir de que pasa a ser representado por un significante. Pero hay una parte de ese sujeto que cae sin poder ser representado por el significante. Ese resto que cae, que va a ser intentado cubrir con el objeto pulsional, es la causa del deseo..
Entonces, cuando desde Lacan preguntamos ¿qué es el deseo?: es intentar cubrir algo que falta, aquello del cuerpo que no ha sido posible cubrir con el significante, que quedó sin poder ser enganchado por el significante.
Cuando decimos que ese resto es algo del cuerpo ¿a qué cuerpo nos referimos?
Para sortear la dicotomía mente-cuerpo, el psicoanálisis propone una tercer vía, la del cuerpo pulsional, esto es, el cuerpo atravesado por los significantes. Y ese petit a que cae es el resto de lo puro real previo a los significantes, como tal mítico. Tiene que ver con una libra de carne puesta en el lugar de completud fálica en la que el niño es a la madre aquello que la completa. Una de las maneras de imaginarizar al petit a es identificarlo al cuerpo del niño que cae al nacer. Pero es un intento de darle nominación. La única respuesta posible es denominarla petit a.
Y para poder operar en los distintos niveles en los que en la teoría y en la clínica aparece lo real, Lacan crea esta especie de operador lógico: petit a.

Cuando decimos que el deseo es el deseo del Otro, nos referimos al Otro con mayúsculas, como lugar de los significantes. Al niño su deseo le adviene del Otro, de un lugar que en su comienzo lo personifica en mamá, como portadora de los significantes que le permiten al niño ponerle nombre a lo que quiere.
El Otro es el lugar de lo inconsciente, la otra escena que dice Freud para referirse a ese lugar diferente a la escena consciente, lugar que nos está sobredeterminando.

El niño llega al mundo y es recibido por los significantes maternos. A partir de allí el deseo surge del Otro. La madre introduce al niño en la circulación significante traduciendo, por ejemplo su llanto como demanda, significándole: “tienes hambre, tienes frío, tienes sueño”.
Imaginemos ese momento mítico de la pregunta por el deseo que Lacan formula con la frase del Diablo Enamorado de Cazotte: “¿che vuoi?” “¿qué me quieres?”. El niño es como si se preguntara: “¿qué soy para ti?” Pero esta pregunta sólo adviene a partir de que le llega del Otro, pero invertida, bajo la forma “Tú eres...aquello que me completa”.
Su deseo se construye en torno a ser aquello que a la madre le falta.
El significante es portado por la madre, por eso decimos lengua materna, pero su circulación es transindividual. Esos significantes, que van a insistir marcando el deseo del niño, este los recoge de la demanda de la madre, que a su vez esta recogió en su momento de su propia madre, y así sucesivamente.
¿Dónde colocamos el lugar inicial de los significantes? ¿En la madre? El Otro es más allá de la madre. La madre también tiene Otro.

Vamos a continuar con la pulsión escópica y la pulsión invocante. A modo de prólogo el Dr. Alcalá nos explicará algunos aspectos del funcionamiento de las vías ópticas.

La visión comienza en el ojo y a través de las vías ópticas se va a detectar lo que ve la retina. La luz se recibe en los receptores retinales, fotorreceptores que transportan esa energía en forma de ondas eléctricas hasta las fisuras del lóbulo posterior del cerebro.
Cada ojo recibe una imagen diferente, y estas dos imágenes se funden en una imagen aparentemente única y con cierto relieve. Las imágenes recibidas se caracterizan porque se decusan, es decir, lo que está a la derecha se ve a la izquierda, lo que está arriba se ve abajo, lo que da como resultado que la imagen que recibimos en la retina está invertida. Lo vemos al derecho porque estamos acostumbrados a verlo así, pero la imagen que recibimos está cabeza abajo.
Para complicarlo aún más, la imagen obtenida en la mitad externa de la retina va directamente a la zona del lóbulo occipital correspondiente; mientras que la imagen obtenida en la mitad interna de la retina se decusa, es decir, va cruzada a la zona opuesta occipital.
La imagen óptica es entonces el resultado de un collage de imágenes entrecruzadas.
Lo que es interesante es que a partir de localizar las alteraciones del campo visual, por ejemplo, de que lado se ubica el escotoma o la pérdida de la visión, podemos inferir en donde está la lesión.
A través de la lente del ojo que es el cristalino se forma una imagen de cámara fotográfica proyectada en la retina, que ocupa el lugar de la placa fotográfica. En los casos de miopía alta esta imagen en vez de estar proyectada sobre la retina queda suspendida en el vacío anterior al plano de la retina, con lo cual se ve totalmente desenfocada.

Agradecemos al Dr.Alcalá sus oportunas precisiones sobre la constitución de la imagen óptica y continuamos con el tema de la mirada.
Estamos haciendo un recorrido por las distintas estaciones o estadios pulsionales, zonas privilegiadas en donde determinados orificios en conjunción con determinados fragmentos del cuerpo sirven de puesta en escena de ese corte del que emerge el sujeto, del que emerge el deseo. Y la zona del ojo y la mirada como objeto es el soporte más satisfactorio para la emergencia del deseo. ¿Porqué? Porque la mirada es ciega a la castración, el deseo proyectado en la imagen encubre lo que falta. La imagen visual, la mirada, está gobernada por las leyes de la gestalt, de la buena forma.
El infans reconoce con júbilo esa buena forma en el espejo. La imagen propioceptiva no se corresponde con la imagen visual. La primera es desmembrada, la segunda está completa. La imagen visual es una imagen cerrada. La imagen visual tiene que ver con lo engañoso. El amor nos entra por la mirada, y así nos va.

No nos olvidemos que las pulsiones se manejan siempre en el par activo-pasivo, en este caso mirar-ser mirado. Tenemos que subrayar la presencia del ojo deseante del Otro.
El mundo que nos mira, ese cuadro, esa mancha, una mirada que te mantiene como en un escenario.
Los obsesivos viven con especial intensidad esta exacerbación puesta en la mirada. Lacan hablará del goce del espectáculo en el obsesivo, colocándolo no en la escena sino en el palco. En todo caso, en un palco avant-scene, desde donde mira y es mirado mirar.

En todas las culturas se usan amuletos para el mal de ojo. Tal vez podemos suponer allí la mirada del Otro. El mal de ojo es el temor a que te roben la mirada, que te retengan, te secuestren la mirada. La función del lunar, o del tatuaje, sirve a este fin, como señuelos atrapamiradas que, al mismo tiempo, desvían la mirada directa a los ojos.
Lacan habla de la voracidad del ojo, y del pintor como aquel que da de comer al ojo.

El circuito de la mirada es un enmarañado ping-pong que podemos pensarlo utilizando el esquema L que utiliza Lacan para el circuito de la palabra, un esquema de cuatro lugares que muestra que esto de la comunicación es mucho más complejo que un emisor y un receptor, ya que además del yo y del otro de la alteridad (el nivel imaginario) tenemos que contar con el Sujeto y el Otro del inconsciente (el nivel simbólico)
Lo del emisor con su receptor es para...una vaca con su ternero, no para un niño con su madre.

Cuando hablamos de la pulsión invocante tenemos que hablar de la voz emitida y de la voz oída. Están interviniendo dos aparatos: la laringe y el oído.
Algunos psicoanalistas la traducen como pulsión vociferante.
El diccionario de María Moliner dice de invocante: Del latín invocare: llamar, deriva de vox: voz. Pedir ayuda o auxilio a alguien, particularmente a Dios o los santos.
Pero la voz de la pulsión invocante es una voz muy particular: la voz imperativa. Así como antes hablamos de la mirada voraz ahora nos referimos a la voz imperativa.
Es la voz que le da entidad al Superyo, esa instancia que Freud construye con las voces de los padres. Es una voz interior, el Pepito Grillo. Cuando son externas ya estamos en las voces delirantes.
Es como si el oído en tanto zona pulsional resonara no con cualquier tono, con cualquier clave, no con cualquier sonido; lo que hace resonar pulsionalmente al oído es lo que tiene que ver con la voz imperativa.
Decir voz imperativa es decir voz que resuena en el vacío del Otro. Así como en la pulsión escópica hablábamos de la mirada del Otro, en la pulsión invocante hablamos de la voz del Otro. El límite del resonador, en tanto receptor auditivo así como el límite de la invocación en tanto origen de la voz, está puesto en el Otro.

A continuación quería comentar el ensayo de Pascal Quignard sobre la voz humana, en su libro “La lección de música”.
El recorrido poético y narrativo de este libro desborda lo que su título podría hacer suponer. De la melopea materna al balido de macho cabrío del adolescente en muda de voz, del canturreo pre-significante a la llamada sexuada, “La lección de música” es una bella y profunda meditación sobre la naturaleza humana, su especificidad como ser invocante y como ser musical.
El fenómeno de la muda, que afecta a los hombres y que los separa de las mujeres y de la infancia, consiste en un oscurecimiento de la voz, un enronquecimiento que se quiebra en falsete, que en la adolescencia acompaña a la madurez espermática.
Según Quignard la voz de niño es el objeto perdido que los hombres “esos seres de voz oscura” buscan hasta la muerte. Muda la voz como expresión de que muda el sexo: el fin de la infancia.
Pero “...la primera muda es el nacimiento. Aquel que nace se libera, como puede, de un despojo que sobrevive”
Interesante la figura del despojo, de ese resto perdido que jugará tan significativo papel en la constitución del sujeto y que los psicoanalistas remitimos al objeto petit a.

El bebé muda del líquido amniótico al aire atmosférico, a la pulmonación. Muda del silencio atemporal al grito con el que adviene al espacio-tiempo, a la progresiva discriminación y recorte del adentro y del afuera, pero también de lo mediato sobre lo inmediato.
El bebé es arrancado del orden cerrado fetal y cae en un mundo de discordancias, el mundo del tiempo y el espacio. Será la voz de la madre, su canturreo, su melodía aún vacía de significancia, la que traerá calma en ese caos.

La dispersión provocada por su caída en el mundo encontrará una vía privilegiada para intentar recuperar el ordenamiento cerrado original, para intentar fusionarse al orden de lo real: esta vía es la de lo pulsional, la vía del goce.
Es una vía de trayecto circular que lo llevará a detenerse en sucesivas estaciones, en cada una de las cuales su pretensión de cerrar el goce, en el mejor de los casos concluirá en fiasco. Pero posibilitará un corte y el acceso a un ordenamiento nuevo, este abierto en oposición al cerrado original: el ordenamiento del deseo, esto es, el orden simbólico.
La lengua materna, asignificante todavía, antes melodía que palabra, prepara el camino a la domesticación del Cronos devorador, “canturreo alimenticio para calmar la aniquilación del tiempo sobre el tiempo”. La melopea materna prepara el acceso al significante, a la invención del relato.
El significante es el gran domesticador del tiempo. Es el que posibilita la espera en contra de la satisfacción inmediata.
El fiasco en el goce oral, el destete, sólo posibilita un ordenamiento simbólico si es acompañado por la voz del Otro. Así accede el infans al abrochamiento de un orden fundador: el tiempo escandido, el ahora y el después.
Este prolegómeno propiciado por el canturreo materno desembocará, con el aceso a la lengua materna, al significante y al lenguaje como ordenador simbólico fundamental.
El tiempo, ese gran devorador, queda así acotado, castrado, pero a un precio: reconocer su cara real, la muerte.
El discurso como domesticador, castrador del tiempo ilimitado e instaurador del tiempo escandido, de la duración, la frase, el punto y el silencio.
Con la voz como objeto pulsional es el corte temporal el que queremos privilegiar: lo mediato sobre lo inmediato, el intervalo sobre el continum indiferenciado, la síncopa, la puntuación.

La muda vocal coincide con el desarrollo genital, la voz baja al mismo tiempo que los testículos; “más que una simetría marcan algo ya conyugal entre la laringe y el sexo”.
Quignard rubrica así la interpretación freudiana que ve en la afonía de Dora una disfunción de la laringe como órgano fonador en conjunción con una sobrefunción de la laringe como órgano erótico.
El poeta es más explícito aún que el psicoanalista: “...el llamado esfínter glótico tiene algo de labios de un sexo femenino extraordinariamente pudoroso.” O cuando subraya el vínculo entre la voz que se quiebra en el púber mientras su cara enrojece, con el desarrollo genital y el consecuente temor a la castración, a la amenaza que pesa sobre ellos. O cuando se refiere a la voz de los “castrati” que confirman la intensa relación entre las cuerdas vocales y los testículos. La castración de los niños cantores impedía la aparición de la voz de bajo, haciendo persistir la voz de alto. Pero esto no debe leerse simplemente como una consecuencia de la castración anatómica: la relación es mucho más íntima: “el infantilismo de la voz expresa el menoscabo del testículo”.
En la misma dirección podemos pensar la voz afectada de muchos homosexuales, como un aferrarse a la voz infantil renegando de la muda, como resonancia del rechazo a abandonar la relación privilegiada con la madre.

Así como la muda en los hombres está ligada a la pubertad, a la pérdida de la niñez, la muda femenina que no siempre es perceptible aparece con la menopausia, con la pérdida de la maternidad

¿Qué buscamos al hablar? Lacan responde en forma de aserto: “toda demanda es demanda de amor” Quignard nos dirá que perseguimos “la repetición colmada de un viejo placer...un placer más antiguo que las mismas palabras...y dado que las palabras no llevan en sí su memoria, nunca lo apresan, nunca lo conceden.”
Ese objeto perdido, ese viejo placer, es el que remite desde el exilio de la voz mudada, voz sexuada masculina, al territorio de la voz infantil. Y más atrás aún, nos envía a otra muda anterior, desandando la conquista de la lengua articulada en busca del grito primario.
“La música antecede a la invención de los monosílabos”. Antes del Fort-Da estuvo la voz desarticulada, el balbuceo, el llanto, el grito.
Pero también y sobre todo el objeto perdido, ese viejo placer buscado, es la música original de la voz de la madre.
Más aún, lo sonoro nos acompaña desde la vida placentaria. Antes del grito que pone en marcha la pulmonación ya está la nube sonora original, pre-terrestre, líquida de la melopea materna.


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